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Una historia sobre de las comidas más simbólicas de la comunidad judía

Muchas de las fiestas de la comunidad judía van acompañadas de comes rituales que esconden un simbolismo ligado a la historia.

La Kearà tradicional

La Kearà tradicional

'Abu, ¿Por qué esta noche se distinta de las otras noches?' Toda la familia sentada en la mesa y Simón, que era el más pequeño de todos, como marca la tradición, hacía esta pregunta. Y, entonces, el abuelo Jorge explicaba, año tras año, la salida del pueblo de Israel de Egipto y la liberación de la esclavitud. Empezaba así la celebración de la Pascua judía o Péssah. Dependía de las ganas y del humor del abuelo Jorge aquella noche que el relato fuera más o menos detallado, pero, en general, todo el mundo prestaba atención... excepto la abuela Anita, que estaba pendiente de que no se enfriara la cena y mascullaba cuando la narración se alargaba. En medio de la mesa, esperaba una bandeja llena de comer. Era la 'kearà', o bandeja pasqual, con las comes simbólicas pertinentes. De entre todas, en Simón recuerda como le gustaba mojar apio en un bol de agua salada y preguntar al abuelo por qué lo hacían. Y el abuelo se desahogaba: el apio, que es un símbolo de vida, se moja en agua salada, como si fueran las lágrimas de nuestros antepasados que sufrieron la esclavitud, para no olvidarnos de donde venimos y de lo que quizás nos tocará vivir.

El pan azim

Los días antes de la Pascua, al salir de la escuela, Simón y su hermana iban directamente a casa de los abuelos. Había que ayudar a la abuela a cocinar y preparar la matsà, el pan azim (sin levadura). La salida de los judíos de Egipto fue precipitada y durante su periplo por el desierto sólo podían hacer el pan con harina y agua. Para recordarlo, la tradición dice que por Péssah se tiene que vaciar la despensa y sacar todo el que pueda fermentar (harina, pasta, legumbres). Por eso, Simón y su hermana lo metían todo en unas bolsas muy gordas que la abuela Anita dejaba en casa de una vecina no judía mientras duraba la fiesta, así se ahorraba de quemarlo, como hacían otras familias que quizás tenían más recursos. También era preceptivo limpiar la casa a fondo. Él y su hermana recorrían cada rincón con una linterna buscando la más pequeña migaja de pan. En Simón me confiesa que si encontraban alguna se la cruspien.

Las turbulencias económicas que a finales de los años 90 asolaron buena parte de la América Latina obligaron en Simón a dejar Chile, y entonces se estableció en Cataluña. Todos estos años, ha tenido la cabeza ocupada en otras cosas y no ha celebrado ninguna Pésakh, ni el Xavuot, ni el Roix ha-Xanà ni el sabbath. Ahora bien, el nacimiento de su primer hijo (le han llamado Elies) le ha hecho replantearse su relación con la propia identidad judía. Quiere hacer partícipe a Elies de la memoria familiar y no quiere que se pierda tantos siglos de una tradición que él sí que vivió: los sabores, los olores, las preguntas, las historias. Porque el judaísmo, para Simón, es fe, pero todavía más es pertenencia.

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